ESTÈTICA Y POLÌTICA DE LA REVOLUCIÒN: LA BELLEZA DEL MOVIMIENTO DE OCTUBRE
Para reivindicar la memoria de las/los asesinad@s,
violad@s
violad@s
torturad@s
por este gobierno cruel e indolente.
A continuación,
no pretendo elaborar un ensayo de carácter científico ni de tesis, aunque
pudiera de pronto parecerlo. Más bien, las líneas provienen del deseo
incontenible de entender la coyuntura desde lo bello que pudiera resultar, en
tanto el escenario de lo sensible se revuelca y se retuerce a través de un hito
en nuestra historia que es imposible de ignorar.
Sin
embargo esa belleza se construye desde la búsqueda de una igualdad. Lo bello se
articula con lo verdaderamente ético, en tanto esto último camina de la mano
con los valores de la justicia, la equidad, y el amor que brota desde la
candidez popular. En aquel momento, la rabia se transforma en la esperanza
liberadora, y absolutamente todos los elementos que confluyen, desde un mirar sociológico,
en el devenir histórico de un
movimiento, son parte de un mismo escenario estético y político. De esta forma,
el carnaval y la performance se vuelve tan propio y característico como el condenado
Lumpen. La pregunta ante esto es, aunque obvia, desde dónde sentimos y pensamos
lo revolucionario. Esta pregunta se hace comprensible y válida entendiendo que
en el escenario político, lo sensible se reparte jerárquicamente entre lo permisible
y lo no permisible, creando una polaridad cuidada en virtud del beneficio de las
elites.
I.
El reparto
de lo sensible.
Desde
el pensar Rancièriano, lo estético no
es tan solo una rama del pensamiento filosófico confinada a las directrices del
arte burgués. Más bien, el concepto adopta un sentido antropológico cuando la estética
se relaciona con el modo en que un colectivo percibe su entorno, y esta percepción
define un espacio en común. Por tanto, el entorno se manifiesta como espacios,
tiempos, estructuras e identidades que orientan y definen el modo en que
vivimos.
Entiéndase
entonces dicho escenario como lo político.
Dentro de lo político, existe una jerarquía que ha sido denominada como el Reparto de lo Sensible. Dicho reparto se produce por una dialéctica entre
dos polos, como señalé anteriormente; el polo de lo permisible y lo no
permisible.
Dicha
polaridad se produce por la presencia dentro de lo sensible, de un orden
socialmente establecido que pretende abarcar y representar a la totalidad de
los integrantes de una sociedad, aniquilando cualquier intento de subjetivación
contracultural, y definiendo las normas de convivencias que son el germen de la
desigualdad. Aquella fuerza ha sido irónicamente definida como lo policial. De
esta manera, la institucionalidad dominante se establece a sí misma como la única
y frágil entidad capaz de asegurar un bienestar aparente. Así, de pronto aparecen
dentro del escenario social, los supuestos valores absolutos como una (falsa)
herencia inmejorable de la consciencia civilizada, que nos salvaguarda del
salvajismo y la barbarie. Más adelante profundizaré en este punto,
contextualizado por la contingencia.
En
el hemisferio contrario, como ya anticipé, se encuentran aquellas
subjetividades marginadas, silenciadas y no permisibles. Cada vez que estas
identidades se manifiestan en contra de lo policial, se produce un disenso que es la raíz de lo que
Rancière entiende por política. La política no es el ejercicio y la disputa
por el poder, ni mucho menos es sinónimo del show politiquero
institucionalizado. La política dentro
de este marco teórico, es el proceso de subjetivación de colectividades ajenas
al orden establecido a través del desafío hacia las estructuras que sostienen
dicho orden.
Bajo
estas premisas, conviene definir esta crisis como un momento de disenso a
partir de una entidad policial delicuescente, víctima de su propio agotamiento,
materializada en lo que ya hemos escuchado desde aquel día viernes en que los
cuerpos subyugados por esta repartición sensible, se manifestaron a través de
ese “Chile despertó”: La estética del movimiento es la percepción generalizada
de una institucionalidad que se ha vuelto insostenible producto de sus propias
desigualdades. Más concretamente, el transcurso histórico del proyecto
neoliberal en Chile es la crónica de una muerte anunciada, debido a que
aquellas identidades contraculturales a lo establecido intentan de alguna forma
romper con esa injusticia.
De
esta manera, se producen todo tipo de manifestaciones que, en su conjunto,
forman parte de una revolución de las identidades marginadas. Como en un
principio señalé, desde lo artístico y performàtico, pasando por la marcha y el
cabildo ciudadano, hasta el excomulgado lumpen, son parte de un nuevo reparto
sensible que opera dentro de una dinámica revolucionaria. Dicho de otra forma,
las jornadas que hasta hoy han acaecido, sin duda nos retuercen las entrañas y
transforman nuestra sensibilidad. Nos esperanzamos, nos alegramos, nos
enrabiamos y nos entristecemos, todo en una vorágine de percepciones sensibles
que configuran la estética del movimiento en su sentido artístico: Lo estético
de lo político.
II.
El show mediático
como manifestación de lo policial.
Existe
una dimensión política lo artístico cuando esto último no se limita a definirse
solamente como la producción y reproducción de capital simbólico, sino que extiende
su reflexión hacia comprender el arte como un espacio donde se producen percepciones
sensibles. Esa es la esencia política del arte.
Esta
dimensión política expresada en el arte, tiene su correlato en todas aquellas
manifestaciones de la cultura que juegan un rol importante a través de la comunicación
y de la transmisión de información. La televisión, las redes sociales, los periódicos
y las radios de nuestro régimen cultural actual (llámese post-modernidad,
modernidad inconclusa, neo-modernidad, etc.) están altamente estetizadas, en
tanto construyen un escenario hiperreal, es decir, un simulacro donde lo fantástico
termina asumiendo un carácter más real que la realidad, y por lo tanto
interviene duramente en la percepción de sensible de nuestra coyuntura. Este fenómeno
en la cultura de masas y medios, es un espacio de poder en disputa claramente
aprovechado por las elites policiales (y torpemente desestimado por los
intelectuales orgánicos del progresismo).
En términos
concretos, parte de nuestra sensibilidad estética de estas semanas se construye
y se define por la información estetizada de los medios de comunicación masiva.
Podemos hablar de estética, como la definimos anteriormente, aún más cuando nos
encontramos muchas veces con relatos opuestos entre la prensa oficial y la
prensa alternativa. O en palabras nuestras, entre la prensa policial y la
prensa política.
De
tal forma somos, en parte, consumidores de información proveniente de medios
que comulgan con los relatos institucionales: nuestra subjetivación esta
perversamente condicionada por el espectáculo, en palabras de Guy Debord. El
relato institucional promovido por las elites y sus instrumentos afines, se
muestra estetizado como el orden establecido incuestionable. Absolutamente
todos los canales de televisión, por ejemplificar, hasta el día de hoy han
secundado y recreado el simulacro espectacular construido por el gobierno, y
aunque puesto en conflicto con la información disponible por medios
independientes de menor alcance, sigue representando un ataque estetizado para
manipular la opinión ciudadana. De tal forma, somos espectadores de un
simulacro que se adueña de manifestaciones, condena otras y silencia otras más,
sin querer reparar en el problema central, y mucho menos reconocer sus propias
falencias, o la bilateralidad de aquello que supuestamente es condenable.
Sin
duda, el show mediático establecido, posee un objetivo principal bastante
obvio: Conservar el orden establecido. De tal forma que, por ejemplo, se
empeñan en legitimar el monopolio institucionalizado de la violencia en su dimensión
física, psicológica, epistémica y económica a través de la condena de la
violencia proveniente de las masas marginadas, o delimitando los debates a los
preceptos socialmente establecidos, sin valorar los relatos contraculturales
que quedan en la periferia de ese orden. Dicho de otra forma, el show mediático
del poder es incapaz (para su propia conveniencia) de establecer lecturas
profundas sobre la crisis institucional. La reflexión sociológica y antropológica
de la estética nos permite, justamente, reconocer que existe un proyecto de
control, represión y violencia detrás de la institucionalidad del cual no se
permite hablar: Todo nuestro régimen cultural es parte de un proyecto que busca
la dominación de cuerpos y conciencias. Como se dijo en un principio, los
valores de la democracia, la violencia legitimada, la sacralización de lo
constitucional e institucional, son mostrados como tesoros absolutos e
incuestionables de un falso progreso cultural. Lo contrario es mostrado como anarquía,
y los intentos de soberanía popular real quedan descartados (incluso
legalmente) en lo “inconstitucional”, a lo imposible, a la noche y a lo
siniestro, perpetuando el ahogo y la asfixia de un pueblo desempoderado.
Sin
embargo, muchas veces, eso siniestro también constituye una estetización del
escenario político. Es la periferia dentro de una periferia, que llora la
oportunidad de aflorar, de develarse para reivindicar su lugar en una sociedad
marginadora. Aquí no solamente se encuentra el ciudadano común. En esta revolución
afloran y participan las identidades más excluidas de la sociedad.
III.
Lo bello y
lo siniestro de la revolución.
Hay
que preguntarse, para concluir, como una manera de animarnos en este momento
sensible, qué es lo que se ha opuesto al relato policial establecido por el
poder. De un momento a otro, gracias al disenso contestatario de la
desobediencia civil, la percepción de lo sensible mutó de manera silenciosa
hacia otras experiencias valóricas, a poco olvidadas.
Se
escuchaba por ahí, que frenando el violento ritmo de vida de nuestro
neoliberalismo empedernido, habíamos de pronto encontrado tiempo para nuestros
hogares, nuestros vecinos. El caceroleo nos reunía en un fin común, la marcha,
el olor a lacrimógena, el metro quemado, de pronto nos recuerda que nada es
como antes. Los hinchas de la U marchando junto a los del Colo-Colo en una visión
hasta hace 3 semanas, imposible.
Todo
configura y reconfigura un escenario en transformación, en disenso entre
fuerzas polarizadas, porque cada revolución ha sido en sí misma un nuevo
reparto sensible, cual obra de arte que nos permite vivir una experiencia estética
a través de la percepción y de nuestra emocionalidad. De tal forma que cada
elemento se hace necesario. Los caceroleos, las performances, los conciertos
visibilizan y embellecen el relato popular… sin embargo, el semáforo roto o el
Unimarc saqueado también es la estética de las poblaciones acribilladas a
balazos. Son la respuesta del “lumpen” sin sentido de pertenencia, dañado
espiritual y psicológicamente: ¿No es, acaso, ese caos una metáfora de la ruptura
del orden establecido? Presenciar la estructura arquitectónica y material
mutilada es chocante, en tanto es reflejo de algo siniestro, oculto tras lo
bello de una revolución. Sin embargo, es aquello siniestro un componente que
contribuye a una estetización de lo político en tiempos de revolución, al igual
que el resto de manifestaciones.
Valdrá
la pena situar nuestra protesta y revolución como un evento comparable a una
obra de arte. Porque en ella no sólo se producen espacios y tiempos alternos
cuya percepción sensible configura nuestra identidad, sino que dichos espacios
además actúan desde la ética del coraje y la justicia, desde las emociones en
las que confluyen las más distintas formas de expresión.
Esa
es la esencia pluralista de nuestra revolución. Es necesario que en ella se
encuentren escolares, disidentes sexuales, vándalos, ciudadanos oprimidos,
trabajadores, y un sinfín de identidades marginadas de lo institucional y de lo
permitido, pues solo así, entre lo bello y lo siniestro, se produce el disenso
que reconfigurará las subjetividades colectivas y diversas de un mundo más
justo.
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